Reflexión cristiana: La mujer del flujo de sangre
La fe que toca a Jesús – Introducción
Entre las historias más conmovedoras de los evangelios está la de una mujer anónima, debilitada por una enfermedad crónica, marginada por la sociedad, y sin embargo, inmortalizada por su fe. Es la mujer que sufría de flujo de sangre, quien se atrevió a acercarse a Jesús en medio de la multitud con una determinación que rompió barreras culturales, religiosas y físicas.
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En este artículo haremos una reflexión sobre este relato de la mujer del flujo de sangre, el cual no solo habla de sanidad física, sino también de restauración espiritual, dignidad recuperada y la recompensa de una fe audaz.
El contexto de su aflicción
“Pero una mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre…” (Marcos 5:25)
Esta mujer no solo padecía una enfermedad prolongada, sino que además vivía una experiencia de dolor que afectaba todas las áreas de su vida. Según la ley mosaica (Levítico 15:25-27), una mujer con flujo continuo de sangre era considerada impura. Esto la obligaba a vivir en aislamiento, privada del contacto humano, del acceso al templo, y marginada por la sociedad. Su sufrimiento era físico, emocional, social y espiritual.
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Durante doce años, esta mujer había buscado ayuda médica sin éxito. Había gastado todos sus recursos, y en lugar de mejorar, iba de mal en peor. Esta situación nos habla de aquellos momentos en que nuestros esfuerzos humanos no bastan, y todo lo que nos rodea parece fracasar. Es el retrato de una vida al borde del colapso, necesitada de un milagro.
El acto de fe: tocar el manto de Jesús
“Cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la multitud, y tocó su manto. Porque decía: Si tocare tan solamente su manto, seré salva.” (Marcos 5:27-28)
La fe de esta mujer nació de lo que oyó acerca de Jesús. No tenía contacto directo con Él, no era discípula, ni había sido llamada por nombre. Pero al oír, algo se encendió en su corazón. Esta es la esencia de la fe bíblica: “la fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).
No buscó una audiencia pública con el Maestro, no pidió un milagro con palabras. Solo deseaba tocar el borde de su manto, un gesto humilde, casi imperceptible, pero lleno de fe. Creía que ese simple contacto era suficiente. Y en ese acto se manifestó una fe que no dependía de fórmulas religiosas ni de protocolos humanos.
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Aquí encontramos una enseñanza poderosa: la fe no necesita ser ostentosa, solo necesita ser genuina. No fue su grito lo que conmovió a Jesús, fue su determinación silenciosa, su esperanza en medio de la desesperanza, su toque de fe en medio de la multitud.
El poder que fluye de Jesús
“Y luego la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote.” (Marcos 5:29)
En el instante que tocó el manto, la sanidad ocurrió. No fue progresiva, fue inmediata. Jesús no la vio primero, no le habló primero, ni puso su mano sobre ella. La sanidad vino del contacto con su fe. Este momento nos recuerda que en Cristo hay un poder sanador que no está limitado por el tiempo, el lugar o la condición social.
Jesús percibió que poder había salido de Él, y preguntó: “¿Quién ha tocado mis vestidos?” (v. 30). La multitud lo apretaba, muchos lo tocaban, pero uno lo había tocado con fe. Este contraste nos confronta: no basta con estar cerca de Jesús físicamente, lo que importa es acercarse con fe auténtica. Muchos pueden estar “cerca” de la religión, del templo, de la Biblia, sin experimentar transformación. Solo el toque de fe conecta con el poder del Salvador.
La confesión pública y la dignidad restaurada
“Entonces la mujer, temiendo y temblando, sabiendo lo que en ella había sido hecho, vino y se postró delante de él, y le dijo toda la verdad.” (Marcos 5:33)
La mujer, que había permanecido anónima y escondida, fue llamada a salir a la luz. Jesús no buscaba avergonzarla, sino restaurarla completamente. No solo quería sanar su cuerpo, quería sanar su alma. Cuando ella confiesa, lo hace con temor, pero también con valentía. Su confesión no fue rechazada, fue recibida con amor.
Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote.” (v. 34). Al llamarla hija, le devuelve su identidad, le da valor, la reconoce como parte de la familia de Dios. Esta es la única vez en los evangelios que Jesús llama a una mujer “hija”. Qué palabras tan tiernas para quien había sido despreciada por años.
Aplicación práctica
5 Aplicaciones prácticas sobre la reflexión de la mujer del flujo de sangre
1. Dios ve tu dolor aunque el mundo no lo vea
La mujer del flujo de sangre era invisible para su entorno. Su condición la hacía impura según la ley mosaica (Levítico 15:25-27), lo que la alejaba del contacto humano, del culto en el templo y de la vida comunitaria. Durante doce años, vivió marginada, posiblemente sola, incomprendida y rechazada. Nadie quería acercarse a ella; era, a los ojos de su cultura, una persona intocable.
Pero Jesús la vio. Aunque fue ella quien lo tocó, fue Jesús quien detuvo todo el proceso para enfocarse en ella, en medio de una multitud. Él no ignora a quienes sufren en silencio, a los que han sido relegados, a los que lloran sin que nadie los escuche. Nuestro dolor, aunque no sea reconocido por el mundo, es importante para Dios. Como dijo el salmista:
“Tú has tomado en cuenta mi vida errante; pon mis lágrimas en tu redoma; ¿No están ellas en tu libro?” (Salmo 56:8).
Hoy, muchos enfrentan dolores ocultos: enfermedades internas, trastornos mentales, ansiedad, traumas del pasado, heridas del alma. El mundo puede no comprender, incluso los más cercanos pueden no percibirlo. Pero Dios sí lo hace. Y no solo lo ve: se detiene para atenderlo. Jesús, camino a sanar a la hija de Jairo, interrumpió su trayecto para darle atención a esta mujer. Así también, Jesús siempre tiene tiempo para ti.
2. La fe audaz rompe barreras
La mujer del flujo de sangre se arriesgó. Sabía que, legalmente, no podía estar en una multitud, ni mucho menos tocar a alguien, y menos al Maestro. Pero su necesidad era mayor que su miedo, y su fe fue más fuerte que su vergüenza.
En tiempos de Jesús, la mujer tenía un lugar secundario en la sociedad judía, y si además era impura, era doblemente excluida. Sin embargo, la fe verdadera no se somete al miedo ni se conforma con el rechazo social. La fe audaz busca a Jesús aunque todos digan que no es digna. Como dice Hebreos 11:6:
“Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.”
Hoy, muchos creyentes se sienten atados por la culpa, el pasado, el rechazo o el miedo. Pero la fe auténtica no se conforma con una religión distante. Es una fe que se mueve, que actúa, que toca, que se arriesga por un encuentro con el Señor. No importa tu condición social, tu historial, o lo que los demás digan: si te acercas a Jesús con fe, Él no te rechazará.
3. El poder de Cristo no tiene límites
Uno de los aspectos más impactantes de esta historia es que Jesús no necesitó pronunciar una palabra ni hacer un gesto visible. No puso las manos sobre ella, no hizo una oración pública, ni pidió testigos. Fue su fe la que conectó con el poder divino. Jesús mismo lo declaró: “Hija, tu fe te ha hecho salva…” (Marcos 5:34).
Esto revela una verdad profunda: el poder sanador de Cristo fluye donde hay fe genuina. No importa cuán compleja sea tu situación ni cuánto tiempo lleves sufriendo. Para Dios, no hay límites de tiempo, espacio, condición ni diagnóstico. Lo que doce años de médicos no pudieron hacer, Jesús lo hizo en un instante.
A veces creemos que Dios tiene que actuar de ciertas maneras específicas. Pero el Señor no está limitado por nuestras expectativas. Él puede obrar de forma inmediata o progresiva, a través de personas o en secreto, con palabras o sin ellas. Lo importante es que creas que Él puede hacerlo.
¿Llevas tiempo esperando una respuesta? ¿Crees que ya es muy tarde? Esta historia te recuerda que el poder de Jesús no se debilita con el tiempo. Él sigue sanando, restaurando, liberando, y lo hace cuando menos lo esperas.
4. La fe verdadera no busca anonimato ante Dios
Aunque la mujer había logrado su propósito en silencio, Jesús quiso que ella se manifestara. No por exhibicionismo, sino porque la fe verdadera no teme exponerse ante Dios. Jesús preguntó: “¿Quién me ha tocado?” no porque no supiera la respuesta, sino porque quería que la mujer diera un paso más allá de su fe privada: el paso de la confesión pública y la rendición total.
En muchas ocasiones, queremos recibir de Dios sin comprometernos, sin dar testimonio, sin exponernos. Queremos bendición sin relación, milagro sin compromiso. Pero Jesús nos llama a salir del anonimato espiritual, no para avergonzarnos, sino para afirmar nuestra identidad en Él.
Cuando la mujer contó “toda la verdad”, se despojó de la vergüenza, de los años de dolor, de las heridas escondidas. Jesús le dio no solo sanidad, sino dignidad, voz, nombre, y pertenencia. Le dijo “Hija”, palabra que implica relación, amor, protección, identidad.
Hoy, el Señor también te llama a ti a que cuentes tu verdad ante Él. Que no escondas tu herida, tu historia, tu lucha. Que te atrevas a ser vulnerable, porque en la vulnerabilidad ante Dios, Él te restaura y te llama por tu verdadero nombre.
5. Dios no solo sana, también restaura
Jesús pudo haber permitido que la mujer se fuera sana sin detenerse. Pero el objetivo de Dios no es solo quitarte el dolor, sino devolverte todo lo que perdiste por causa de ese dolor.
Ella perdió salud, sí. Pero también perdió conexión con su comunidad, perdió años de vida, perdió esperanza, dignidad y voz. Jesús restauró todo eso. Le dio sanidad completa: cuerpo, alma, y espíritu. Le devolvió la paz que le había sido arrebatada.
La expresión de Jesús: “ve en paz”, en el original griego, implica un estado continuo de paz, no solo momentáneo. Significa que a partir de ese día, ella podría vivir en plenitud, sin miedo, sin vergüenza, sin dolor, sin condena.
La obra de Cristo en nuestras vidas no es superficial ni temporal. Él hace todas las cosas nuevas (Apocalipsis 21:5). Cuando Él sana, también levanta, reconstruye, dignifica, y nos reintegra a la vida con propósito. Su amor no se conforma con curar la herida: quiere restaurar tu historia.
La historia de la mujer del flujo de sangre es más que un milagro físico. Es una invitación a una vida transformada por la fe. Ella nos enseña que:
- Dios está atento al clamor de los invisibles.
- La fe verdadera es valiente, no pasiva.
- Jesús es poderoso para obrar más allá de nuestras expectativas.
- Dios desea una relación íntima, no solo un acto religioso.
- La restauración de Dios abarca todas las áreas de la vida.
Hoy, tú también puedes acercarte a Jesús. No importa cuán larga sea tu lucha, cuán profunda tu herida o cuán olvidado te sientas. Si decides extender tu mano de fe, Jesús responderá con poder, con compasión y con restauración completa.
Conclusión de la reflexión: La mujer del flujo de sangre
La historia de la mujer del flujo de sangre nos recuerda que la fe no se mide por el tamaño del milagro, sino por la confianza en el corazón. Esta mujer nos deja el legado de una fe que no se rinde, que persiste aun cuando todo lo demás falla. Jesús honró esa fe y le respondió no solo con sanidad física, sino con palabras de vida, de paz y restauración.
Hoy, quizás te sientes como ella: debilitado, aislado, sin fuerzas, cansado de buscar respuestas. Pero si hoy decides extender tu mano hacia Jesús, aunque sea con el último hilo de fe que te queda, puedes descubrir que el poder de Dios aún fluye para sanar, salvar y restaurar. Tócalo con fe, y Él hará lo imposible.